* Por Juan Fernández
* Foto: Florencia Tagliabue
* De AGENDA CULTURAL PRISMA
Dale a un chico un lugar donde expresarse y ahí estará, investigando los pomitos, los pinceles, los atriles”. No por destino, sino por elección, la artista plástica Florencia Menéndez supo qué era lo que quería hacer desde que corría entre los árboles de Santa Catalina, a donde iba a jugar y a pintar junto con su madre y los amigos de ella.
A temprana edad, descubrió su amor por el taller y la experimentación propia. Sus maestros: Su madre, Mara, amigos de su madre, personas que le puso la vida por delante, y los grandes clásicos de siempre.
Casi por accidente, se encontró bailando, tocando y pintando Tango. Ilustró cada mesa, cada color y cada escena milonguera que vivía. Hasta se dio el gusto de exponer sus obras durante varios años en la meca del Tango porteño: El Torquato Tasso.
Sin importar que lo haga en el Salón Dorado del Teatro Colón, en un café, en una galería, o en la puerta de su propia casa, disfruta el hecho de poder compartir su arte con todo aquél que se acerque.
Un buen día, le pidieron en el colegio de sus hijos que pinte un mural. Lo hizo y no paró más: Sea para el Club Temperley, para una vecina, para la entrada de un parque, para las escaleras de un paso bajo nivel, para un hostel en una ciudad norteña o para la guardia de un hospital público, empezó a ablandar la dureza del cemento a fuerza de colores y pinceladas de corazón.
Sus murales, ya un clásico de esta parte del mapa, sus movidas como el Arte a la Calle y las convocatorias abiertas para que el que quiera pinte, le permitieron acercarse a la gente desde otro lugar: El de lo simple, el de la solidaridad, el de la camaradería per se y el de no resignarse a pasar una tarde al aire libre.
Cuando el Comando Flor sale a la calle, indudablemente algo bueno va a pasar. Sea en ésta o en aquella pared, nos recuerda, bajo la excusa de una obra de arte, que podemos encontrarnos y redescubrir las simplezas de la vida que hacen que todo valga más la pena. Aunque sea por un rato.
¿Antes de decidirte por la pintura dudaste en elegir otro camino?
Quería ser bailarina de tango. A los 16 empecé y al año estaba bailando en algunas plazas, a la gorra. Más o menos entre esa edad y los 20 dí clases. Después me fui dedicando a la pintura y pintaba todo lo que veía, todo el ambiente milonguero. Mis primeros laburos fueron esos. De hecho, la primera exposición grosa que tuve fue en el Centro Cultural Torquato Tasso. Estuve entre seis y ocho años ahí haciendo muestras permanentes.
¿De dónde sale esta pasión tanguera?
De chica hacía danza como la mayoría de las nenas, en lo de Tatiana acá en Temperley. Después me dio vueltas durante años las ganas de aprender a bailar tango hasta que llegó un profesor a Aonikén, “El Indio”, y ahí pude empezar. No sé bien de donde salieron esas ganas, era un momento en que el tango sólo era para viejos. Mi papá me transmitió el amor a la patria, la cultura, los símbolos que nos identifican. Supongo que de ahí, aunque son cosas que ya no siento de la misma manera. Me acuerdo que me iba a bailar a las milongas, mis amigas no me acompañaban porque era un embole para ellas, entonces arrancaba sola. Todos esos fueron años de hablar con viejos y terminar a las seis de la mañana. Por ejemplo en un bar con Rubén Juárez, escuchando historias de gente grande para mi en ese momento, gente que hizo el tango. Me acuerdo que con Pepito Avellaneda nos íbamos a la milonga, ¡era un placer bailar con el tipo, uno de los grandes milongueros! No me interesaba el boliche, me gustaba el baile de verdad y había en él todo un mundo, toda una mística que después fue cayendo con el tiempo y tomé otros caminos.
En gran parte de tu obra se ve reflejada esa pasión por la mística tanguera ¿Cómo fue el pasaje a los pinceles después de haber abandonado ese mundo?
No hubo en realidad un pasaje; en un momento hacía todo al mismo tiempo. Bailaba tango, pintaba, escribía. Me iba a las milongas con un block de notas para dibujar o para escribir y entre baile y baile me sentaba a jugar con la lapicera. Tengo un montón escrito en noches de haber quedado plantada en la mesa sola sin bailar porque no tenía el target. Era más hippie en zapatillas, algunas veces no me dejaban entrar por eso. Así era antes, hoy se abrió otra clase de milongas sin esa capa de maquillaje, a veces voy a bailar unos ratos. Así que, como cualquier chica de esa edad, estaba explorando permanentemente todas las maneras de poder expresarme. Una fue el tango, la otra fue la escritura y la otra fue la pintura que fue a lo que finalmente me terminé dedicando.
¿En cuanto influyó tu madre en tu obra artística?
La mayoría de las mujeres tenemos un vínculo muy fuerte con nuestras madres; la miramos, la copiamos, aprendemos de ellas. Rompemos también lo que no nos gusta pero el parámetro. Mi vieja me abrió la puerta para que descubra el mundo del arte, el que tomé como mío, como única manera de vivir y ser feliz. Las primeras herramientas en la pintura también me las dio ella, pintora que andaba en grupos pintándolo todo con gente que también vivía el arte de esa manera pasional y poderosa, que hoy siguen trabajando y algunos han sido mis maestros. Lo que tiene que ver con lo social y con estar cerca de la gente también lo mamé. Me iba a dormir todas las noches con la guitarreada de fondo. Había peñas permanentemente. Me encantaba irme a dormir y escuchar todo el quilombo de fondo. Si vos crecés con todo eso, lo conocés y tenés más grande el campo de las elecciones de vida, no es sólo lo que propone el sistema, hay otra cosa, y esa fue mi elección sin dudarlo. Fue grande la influencia de mi madre en el camino y le estoy profundamente agradecida.
¿Cuál fue tu relación con los llamados estudios formales?
Estudié comunicación visual en La Plata menos de un año. Después hice Animación en la escuela de cine de Avellaneda, tampoco llegué al año. Me copaba mas irme a las clases de baile que a la facultad. A mi me gusta mas el ambiente del taller. Me crié ahí y uno va porque tiene ganas y cuando sentís que ya no es lo que te moviliza, cambiás el rumbo. Para mí la mejor manera de aprender es investigar por uno mismo, ayudado por maestros y libros que uno va eligiendo, los intereses cambian permanentemente y deberían ser escuchados, fluir con eso y no estancarse; y no hablo de no ir a estudiar sino todo lo contrario, comprometerse con el estudio. También hay gente que necesita la escuela para llevar un ritmo. Está bárbaro si es lo que quiere, da muchas herramientas que cuestan mucho más descubrirlas sólo. Son elecciones de cada uno, todas válidas.
¿Qué elementos podés identificar de tus ídolos y de tus maestros en tu obra?
Mis maestros fueron primero Mara Menéndez (mi mamá) y Rubén Soriente. Fueron los que me iniciaron en el taller, en las ganas de seguir ese camino, en la pasión por la pintura y también los que me dijeron que podía, que le de para adelante, que era buena. No se si lo era, pero fue muy importante que me dieran esa seguridad, esa palmada en el hombro que te dice “vos podés”. Claudio Scheffer me dio una base muy importante en mi formación, separó la paja del trigo, los si y los no de la pintura; podría decir que me enseñó a saber ver. Ellos venían de la escuela de Tito Acuña, un maestro de acá que, aunque ya no esté, siguen colándose sus enseñanzas en cada rincón donde se habla de pintura. Jorge Aranda abrió la puerta de los “si, esto también vale”, me liberó un poco más en este camino en el que es difícil no volcar toda la estructura que uno carga. Empecé a tomar clases de grabado con Mabel Berzano y ya encuentro que se abren mundos nuevos. A todos ellos los fui eligiendo porque admiro enormemente su trabajo y además es gente linda que hace bien. Mis otros maestros están en los libros, Gustav Klimt con sus ornamentos y espacios para estudiar a lo loco, Egon Schielle con su figura profunda, con su línea suelta y comprometida en lo humano, la pincelada y el color de Van Gogh, los blancos de Joaquín Soroya, Alfons Mucha con el art Nouveau, Quinquela Martín con su color, su vida, sus temas populares, su hacer en el barrio. Son maestros muy presentes; ante cualquier duda agarro un libro y vuelvo a estudiarlos ¡Maestros de por vida! Ojala pueda incorporar en mi pintura, de a poco, algo de todos ellos.
Debe ser difícil innovar y no repetir lo ya hecho…
Creo que hay una cuestión del pintor de necesitar buscar el estilo; la gente también te quiere llevar a eso. Igual creo que esto pasa en la vida en general, a todos nos es fácil etiquetar a la gente con su profesión o con alguna característica que tenga, encasillarlo y creer que entonces ya lo conoce, es una cuestión de seguridad. Creemos que aporta seguridad saber quien es el que se tiene al lado pero ¡Ni uno mismo se conoce! El artista debería estar permanentemente investigando y no quedarse encasillado en un estilo. Son pequeñas trabas que se presentan, el hecho de repetir constantemente el mismo modo de pintar puede hacerte famoso, te etiquetan, te conocen y es lindo el reconocimiento, pero cuidado que entonces se puede dejar de crecer, si se acaban las búsquedas ya no está la alegría de encontrar cosas nuevas, se vuelve lo mismo que un trabajo de oficina repetitivo y mecánico.
¿Entonces te molesta que te encasillen como ‘la muralista de Temperley’?
Ahí no me estarían encasillando en un estilo. Me gusta que me reconozcan por mi arte. Es lindo trabajar de lo que a uno le apasiona y que a los demás les guste y lo reconozcan. Por ejemplo, ahora encontré un estilo, si se quiere popular, que es esto de los cuadraditos que hice en el puente de Temperley. Descubrí que es fácil para coordinar a la gente para que trabaje con esto. Es popular porque puedo incluir a gente que tenga ganas de pintar y tengo muchas ganas de hacer esas movidas porque, además de que está bueno el resultado, puede abrir el juego. Si me encasillan con ese estilo de los cuadraditos, que es también el que tengo en el frente de mi taller, todo bien. Será mi problema si me quiero quedar ahí o no. Uno es lo que va descubriendo e incorporando. No somos seres aislados del universo, uno es gracias a lo que es el otro también. Y todos vamos cambiando a medida que nos relacionamos, sino nos congelamos, nos achatamos, nos estancamos.
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